Comentario
Pero esos cincuenta años, entre el 80 y el 30, no son una era dichosa para los nobiles romanos, los Junios, los Fabios, los Valerios... Las figuras de los jefes militares -dinastas, como los llamarán los historiadores griegos-, Sila, Pompeyo y César, acaparan, hasta la muerte de este último en el 44, el escenario de la historia, imponiendo sus nombres a los períodos de sus hegemonías, como las familias nobles habían hecho en tiempos más felices para ellas. Pero no nos engañemos: agradezcamos las magníficas galerías de retratos escultóricos que su nostalgia del pasado ha hecho llegar a nosotros. Algunos de estos retratos corresponden, en efecto, a grandes hombres, tanto si sabemos identificarlos como si no (los Escipiones, los Metelos, los Gracos, Livio Druso, Mario, Sila... deben de estar entre ellos, pues nos consta la existencia de muchos retratos de cualquiera de los dichos, pero por desgracia no tenemos documentos para atribuírselos); otros, a descendientes de aquéllos, sólo respetables por su orgullo familiar y la conservación de sus nombres; otros, en fin, meras nulidades que el vendaval del tiempo ha borrado de sus anales. "De un total de seiscientos senadores, se pueden identificar los nombres de unos cuatrocientos, oscuros muchos de ellos o conocidos por casualidad. El resto no ha dejado huellas de su actividad o de su renombre..." (R. Syme). A los fatídicos Idus de Marzo del 44 sucede la sangría de las grandes casas, consumada en Filipos, y después la avalancha de supervivientes, ansiosos de una parcela del poder, del Segundo Triunvirato. A efectos de la retratística, esta época no es menos interesante que la otra.
Insistamos en que el retrato romano del ocaso de la República es creación de la ciudad de Roma, una toma de posición frente al helenismo. El acento local del retrato itálico se desvanece, y en su lugar se encuentra un empaque universal que es la expresión de aquella distinguida minoría que Polibio conoció en Roma hacia el año 150 y a la que no vaciló en calificar de los reyes del mundo.
Fue, en efecto, la creación más importante frente a la escultura griega, la que ofrece mayor diversidad y acierta a descubrir y realizar posibilidades no vistas por los griegos, un verdadero enriquecimiento del mundo artístico. Italia lo comprendió y aceptó inmediatamente. Una ciudad etrusca, independiente aún y que mantenía vigentes su lengua y su alfabeto, levanta a un Aulo Metelo de la aristocracia local una de las estatuas antiguas más célebres hoy en día, el Arringatore (Orador), y hace de ella una muestra ejemplar de retrato puramente romano de época de Sila. Ha dado comienzo, pues, el segundo acto de la representación del retrato individual, creado ex nono por los griegos en el siglo IV. Hubieron de pasar dos siglos largos para que este segundo acto comenzase. Hizo falta, primero, que una corriente de helenismo inundase Roma e Italia, como lo hizo tras la incorporación al Imperio del reino de los Atálidas, y la inmigración de grandes cuadrillas de escultores pergaménicos condenados a la inacción en su patria. El impacto es manifiesto en todos los terrenos (terracotas de frontones, relieves, etc.) y también en el retrato. Pero justamente aquí, Roma tenía su tradición y sus propias ideas al respecto, y no consintió que como tantas veces en el pasado, un retrato romano pudiese confundirse con uno griego. Como en las imagines maiorum, el rostro había de ser la crónica de una vida, no un ideal, ni un héroe, ni un tipo, ni un presente; había de ser un individuo en su inconfundible condición de único, la epifanía de un hombre concreto, aunque el papel realizado por él en este mundo no se adivinase con tanta facilidad como en un retrato griego.
El modelo romano se impone al artista sin darle margen a la interpretación; la mirada de éste se quiebra en la coraza de la fisonomía. No aspira el retrato a perpetuar el semblante del hombre en su plenitud de años, de salud y de fuerza, cuando el cutis es aún lozano y la dentadura y el cabello están enteros; queden para los griegos esas frivolidades. Al romano le interesa el pasado puro en cualquier momento en que haya alcanzado su fin, de niño, de joven o de viejo. El retrato no eleva al sujeto a la cumbre de una existencia mítica, sino al lomo del pasado, a un momento de la historia. El contraste no puede ser mayor: los retratos romanos no son como astros que fulgen en el firmamento, allá muy por encima de nuestras cabezas -un Pericles, un Sófocles, amados de los dioses o de las musas-; no son verdades intemporales, sino nuestros compañeros de fatigas, habitantes del mismo mundo duro y real en que nosotros habitamos. Como una crónica veraz y sincera, recoge el retrato los efectos que los avatares de la vida y del tiempo han ido produciendo en el rostro individual; no trata como el griego de imponer, con su fuerza interna, su faz al mundo, sino que se deja modelar por ésta en resignada pasividad. El romano gusta de respirar el aire de la historia, donde se hacen sentir el paso del tiempo y las mudanzas consiguientes. Luchas, pasiones, éxitos, fracasos, van dejando en el rostro su huella inexorable. De ahí su preferencia por retratos de viejos, verdaderas ruinas humanas, biografías sin páginas en blanco. En favor de este argumento preferencial, y en contra de quienes atribuyen un peso abrumador a las imagines, hay que recordar que los retratos de jóvenes republicanos son escasísimos, y huelga decir que no todos llegaban a viejos.
Al lado del retrato aristocrático, creado y controlado por y para las gentes maiores, había otro más popular y propio de las necrópolis, inspirado de lejos en aquél. Las adaptaciones se hacen muchas veces en relieves y en grupos de dos, tres o más miembros de una misma familia, libertos muchas veces, o miembros de familias mixtas (por razones económicas y por mayor sumisión de las esclavas y libertas, a finales de la República los matrimonios de libres y libertos se generalizaron tanto que el Estado llegó a tomar cartas en el asunto). Sin negar el valor de estos retratos, hay que decir que el suyo es un mundo de arte industrial, apegado a sus fórmulas, que sólo tardíamente se hace eco de la obra de grandes retratistas, y en material barato, caliza o mármol de escasa calidad. La mayoría de estos retratos (bustos) pertenecen a los últimos años de César, pero el género perdura en época julio-claudia.